Un obelisco conmemorativo se levanta en lo alto de una loma rompiendo la estética paisajística de los alrededores de Montealegre del Castillo (Albacete), poco antes de llegar a tierras murcianas. Aquel monumento no es un mero ornamento para atraer la atención, sino que sirve de pequeña reverberación y de recuerdo en el tiempo de uno de los grandes descubrimientos arqueológicos que se realizó en ese punto concreto, en el conocido como Cerro de los Santos.
Pero aquella figura puntiaguda no resalta un episodio del que haya que estar orgulloso. Su presencia desprende más moraleja y lección que un eco de hazaña. Su erguimiento invoca una de las páginas más negras de la Arqueología española, donde las ruinas eran un castigo y la superstición un dogma.
El Cerro de los Santos fue testigo mudo de esa autodestrucción que caracteriza a lo español. La poca consideración de la riqueza patrimonial que ha representado al español desde siempre volvió a relucir al aparecer cientos de figuras de una civilización que era una auténtica desconocida. Esa característica innata de inconsciencia, de nublar la mágica sensación de tener entre tus fronteras tesoros únicos, comenzó a modelarse en este montículo entre el territorio albaceteño y murciano.

Un descubrimiento inesperado
Corría el verano de 1830. Aquel cerro situado a camino entre Montealegre del Castillo y Yecla despertaba como un día más. Caluroso como siempre, los que trabajan en esta zona de siembra acudieron para seguir con sus tareas. Sin embargo, no eran conscientes de que en ese preciso instante iban a ser testigos de un hallazgo excepcional para el que, desgraciadamente, nadie estaba preparado.
De repente, al excavar, comenzaron a brotar de la tierra estatuas, mosaicos y cerámicas de una civilización desconocida. Aquellas reliquias que aparecieron en mitad de una tierra de labranza pertenecían a una cultura nunca antes vista, distaba de los fenicios griegos o romanos y suponía el despertar del viejo pueblo íbero, que permanecía en un largo letargo a merced del paso de los siglos.

De aquel yacimiento del Cerro de los Santos no paraban de emanar viejas reminiscencias de un pasado que permanecía oculto. Habría que esperar hasta el 28 de junio de 1860, fecha que en la que Juan de Dios Aguado Alarcón (un vecino de la zona) remite a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando dibujos realizados por él mismo sobre las estatuas y mosaicos que había podido presenciar, así como algunas piezas halladas en aquel montículo.
En 1871 les tocaría el turno de excavar en el Cerro de los Santos a los padres escolapios de Yecla al mando del cura Carlos Lasalde, que consiguió el permiso del marqués de Valparaíso, dueño de aquellos terrenos. En estos trabajos es cuando se encontrará la Gran Dama Oferente, el tesoro más famoso del Cerro de los Santos.
Eran tiempos donde la Arqueología era una desconocida, aquellos restos no tenían dueño y las teorías sobre su origen eran alocadas. El propio Lasalde reflejó en su Memoria sobre las notables excavaciones hechas en el Cerro de los Santos que aquellas figuras eran ni más ni menos que egipcias. La hipótesis rompía con la otra posibilidad que existía entre los estudiosos, que era la procedencia visigoda de aquellas misteriosas efigies. El lugar de conservación de todo lo hallado por los padres escolapios (como así muestra la obra El arqueólogo enamorado de Daniel Casado Rigalt) fue la biblioteca que poseían en las Escuelas Pías de Yecla, donde cogían polvo y servían de repisa.

Entretanto, el oscurantismo comenzaba a cubrir el Cerro de los Santos de la mano de las tropelías de un personaje cuya avaricia manchó las páginas de la Arqueología española para siempre: Vicente Juan Amat.
Vicente Juan Amat: ‘el trilero del Cerro de los Santos’
Vicente Juan Amat era el relojero de Yecla. Destacaba por su capacidad de negocio y vio en aquel yacimiento situado entre su pueblo y Montealegre del Castillo una gran oportunidad. El forofo supera al estudioso, y más en un tiempo donde la ciencia de hacer hincapié en los vestigios del pasado estaba en pañales.
Amat consiguió los permisos pertinentes para poder escarbar por cuenta propia en aquel enclave albaceteño. A golpe de pico y pala, desenterró innumerables piezas de aquella enigmática civilización. En pocos días su taller de relojero se convirtió en una destacada galería donde reinaban esculturas hieráticas cuyos ojos se perdían en los albores de la Historia.
Pero los fines del relojero de Yecla distaban mucho de realizar una contribución al patrimonio español. Comenzó por vender algunas de las piezas al Museo Arqueológico Nacional que por aquel entonces comenzaba a aglutinar recuerdos del pasado traídos de todas partes. La avaricia empezó a cegar a Amat que, víctima de la codicia y con el objetivo de conseguir beneficio, copió muchas de las esculturas que poseía en su taller.

Realizó réplicas falsas de las estatuas del Cerro de los Santos haciéndolas pasar como auténticas. Grabó en ellas inscripciones que se inventaba para revalorizar aquellas falsificaciones bajo el pretexto de que contenían un lenguaje desconocido. Tras llevar a cabo tan infames prácticas, vendía sus obras de arte a los miembros del Museo Arqueológico, que las compraban sin ningún tipo de comprobación de si eran verdaderas o no.
Juan de Dios de la Rada. El engaño sale a la luz
Los increíbles descubrimientos que se estaban realizando en el Cerro de los Santos pronto llamaron la atención del Museo Arqueológico Nacional, que vivía sus primeros años y estaba necesitado de material.
Las constantes noticias que provenían de aquel promontorio albaceteño llegaron a oídos de Juan de Dios de la Rada, que se encontraba surcando el Mediterráneo a bordo del Arapiles en busca de tesoros para llenar las estanterías del Museo Arqueológico. Casado Rigalt (ya citado), describe a Rada como un estudioso que “nunca había cogido una piqueta en su vida” y sin mancharse o exponerse a la intemperie, “todo la Arqueología se la debía a las horas que había pasado entre bibliotecas sombrías y gabinetes rancios”. Destacaba por ser un acérrimo católico y un patriotero que injuriaba a las demás culturas y religiones, como así demuestra en sus escritos.

Gracias a ese viaje por todo el Mediterráneo donde aglutinó una gran masa de riquezas para el Museo Arqueológico se ganó un sitio en la Real Academia de Historia. Y en su discurso de entrada a esta institución se centró en un tema candente entre los allí presentes: los tesoros del Cerro de los Santos.
Rada aprovechó este momento de gloria para exaltar una cultura únicamente hispana, sin influencia de otros pueblos, que había brillado con luz propia antes de la llegada de griegos y romanos. El nacionalismo exacerbado que denotó, no visitar el yacimiento del Cerro de los Santos y dar por auténticas todos los fragmentos acabaron por pasarle factura.
Este arqueólogo (Casado Rigalt le califica como “arteólogo”) conoció los rumores de la existencia de un nuevo filón arqueológico en su viaje transmediterráneo, por lo que la información que poseía procedía del conservador Paulino Savirón, que se trasladó durante cuatro años a Montealegre del Castillo para recabar riquezas. Este personaje no dudó en comprar esculturas a Vicente Juan Amat sin análisis previos y estas acabaron expuestas en Madrid.

La alegría iba a durar poco. Los hallazgos habían corrido como la pólvora por toda Europa y fue objeto de debate por la comunidad internacional, especialmente por los franceses. En una exposición en Viena se comenzó a levantar la sospecha y la sombra del fraude golpeó más fuerte durante la Exposición Universal de París en 1878.
Los estudiosos franceses, con ese aire chauvinista que les caracterizaba, reprodujeron una escena parecida a lo que sucedió con la cueva de Altamira. Solo que en esta ocasión llevaban razón. Arqueólogos como Pierre Paris (que llegó a personarse en el Cerro de los Santos), Arthur Engel (que también se encargó de seguir la pista de Amat) o Prévost de Longpérier advirtieron de detalles inverosímiles que tenían algunas de las esculturas.
La tormenta que desató pronto hizo mella en Rada, que había defendido contra viento y marea la originalidad de todas aquellas reliquias. El escarnio público que sufrió no acabó con sus privilegios profesionales e incluso llegó a ser director del Museo Arqueológico Nacional; sin embargo, se ganó un capítulo en la Historia de España para olvidar.
En 1906, José Ramón Mélida publicó Esculturas del Cerro de los Santos: cuestión de autenticidad donde reconoció las falsificaciones y también resaltó aquellos fragmentos que sí eran un recuerdo vivo de un pueblo milenario que habitó aquella zona.

Los recuerdos del Cerro de los Santos en la actualidad
Juan de Dios de la Rada fue acompañado hasta su muerte en 1901 de todo tipo de burlas por la comunidad académica. Vicente Juan Amat desapareció del mapa hasta que el prestigioso historiador y arqueólogo Arthur Engel dio con él en la Casa de la Misericordia de Alicante. Había perdido el juicio y estaba preso de la locura. Era como si aquellas figuras le hubieran proferido un castigo por el atropello que había urdido al profanar una cultura que significaba el legado mágico de los antiguos. A su muerte, fue enterrado en la fosa común que existía en la Casa de la Misericordia de Alicante.
Muchos de los resquicios del Cerro de los Santos fueron adquiridos por los franceses a un coste muy bajo, pues los españoles pensaban que eran falsas. La Gran Dama Oferente acabó en el museo del Louvre, aunque años después retornaría a España.
El famosa artista Pablo Picasso compró dos cabezas escultóricas procedentes del Cerro de los Santos que adornaron su estudio donde sirvieron de inspiración para sus obras. Cabe destacar que en el Museo Reina Sofía de Madrid, enfrente del Guernica, una pequeña efigie realizada por el malagueño recuerda a esa Gran Dama Oferente. Además junto a su tumba en el castillo de Vauvenargues (Francia) se encuentra una reproducción de esta obra escultórica a escala humana.

En la actualidad, las composiciones halladas en el Cerro de los Santos se encuentran en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. Sus rostros hieráticos y los ojos que miran a la nada parecen reclamar venganza. Piden explicaciones al visitante, que se siente incómodo al comprobar la injusticia que recayó sobre aquellos vestigios. Buscan, en resumidas cuentas, que el mensaje de lo mágico y lo sagrado que querían transmitir sus escultores se perpetúe a lo largo de los siglos y que sea el vivo reflejo de una cultura desconocida que guarda su secreto debajo de la tierra que se pisa a diario.
Gracias por recordarnos que casi seguimos igual…expoliaciones continuas y muchos arqueólogos señoritos que no transmiten nada
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