“Un extraordinario hombre del Renacimiento; un hombre interesantísimo cuyas inquietudes eran muchas y muy profundas; un pensador original, un rebelde, un descubridor, un explorador del conocimiento, un aventurero del pensamiento”. Con estas palabras describe Horacio García en El alquimista errante a Phillipus Aureolus Teophrastus Bombastus von Hohenheim, más conocido como “Paracelso”.
Alquimista desde joven, nunca actuó en busca del beneficio propio. Su propósito era simple, humilde e irreverente para la época, despertando la ira de unos y la fascinación de otros: revolucionar la medicina.
Sus primeros pasos
Phillipus nació el 10 de noviembre de 1493 en Einsiedeln, en la actual Suiza. Con 9 años, y tras fallecer su madre, se muda con su padre a la ciudad austriaca de Villach. Desde muy pequeño siempre quiso emular a su padre, que trabajaba como médico y era conocido por asistir a todo aquel que lo visitaba.
Fue en Villach donde el joven Phillipus tuvo el primer contacto con la alquimia gracias a la educación que recibió de Trithemius, abad que destacaba por ser uno de los grandes alquimistas y ocultistas de la época. Trithemius, siempre atareado entre crisoles y tarros con extraños ungüentos, se dio cuenta de que aquel joven era diferente a los demás: ¡estaba realmente interesado en conocer los secretos de la Gran Obra!
Phillipus preguntaba y preguntaba a su maestro movido por la curiosidad. La capacidad de asombrarse hacía que aprendiera de forma veloz ante la atónita presencia de un Trithemius que veía en aquel joven un alumno que pronto superaría al maestro.

La educación con Trithemius estuvo acompañada de trabajos en las minas de la zona, donde Phillipus conoció las historias que se contaban sobre minerales que adquirían propiedades mágicas gracias a la intervención de “herreros” dotados de conocimientos sobrenaturales. Las enseñanzas de Trithemius, las influencias de su padre médico y las conversaciones con mineros serán claves para la “transformación” de Phillipus en Paracelso.
De Phillipus a Paracelso: tan genial, tan excéntrico
A la edad de 14 años, Phillipus da el salto a la universidad para no ver truncada la enorme proyección que tenía aquel niño que siempre había mostrado ansias de conocimiento. Por tanto, se convierte en un auténtico trotamundos que pasará por distintas universidades que había en Europa con el objetivo de ser un prestigioso médico; de hecho, mientras estudiaba, no dudaba en actuar como cirujano militar en los conflictos permanentes que asolaban al Viejo Mundo.
Sus estudios en países como Inglaterra, Suiza, Francia, Alemania, España o Italia crean en Phillipus un alma viajera que desemboca en un espíritu crítico hacia las enseñanzas que recogen los libros. Decía que “la escritura se estudia en los libros, pero la naturaleza se investiga caminando de país a país, que son las verdaderas hojas del libro de la naturaleza”.
Ese espíritu inconformista hace que no esté de acuerdo con los postulados de grandes médicos de la Historia como Hipócrates, Avicena o Galeno. Esa sentimiento de sentirse intelectualmente superior hizo que adoptara el nombre de Paracelso, que significa “superior a Celso” (Celso fue un médico romano del siglo I). A partir de este momento, abandonaría su nombre de pila para ser conocido por su nuevo apodo.

La fama de Paracelso aumentó en 1526. Rechazó la plaza de médico que le habían propuesto en Estrasburgo para dirigirse a Basilea, donde el librero humanista Johann Frobenius sufría una grave enfermedad en una pierna. Cuando la amputación de la pierna del librero parecía inevitable, Paracelso fue capaz de curar la enfermedad en pocas semanas. Esta hazaña corrió como la pólvora por los círculos eruditos y el famoso Erasmo de Rotterdam, amigo de Frobenius, acudió a Paracelso para agradecer en persona su gran trabajo médico y ya de paso para ser curado de algún que otro mal que padecía el ilustre humanista; como recompensa, Erasmo consiguió colocar que Paracelso ocupase una cátedra en la academia de Medicina de Basilea.
En su cátedra, el médico daba las clases en alemán para así conseguir que sus mensajes tuvieran mayor alcance. Esto hizo que se ganara más de un enemigo, ya que las clases debían impartirse en latín. Por si fuera poco, también se burlaba de otros profesores y llegó a organizar una hoguera en público para quemar libros de Galeno y Avicena. La controversia que provocó hizo que se viera obligado a abandonar Basilea en 1529.
Un alquimista a contracorriente
Pese al reconocimiento que tenía en Europa por méritos propios, Paracelso nunca dio de lado a sus verdaderas intenciones, las de avanzar en la obra alquímica. Después de todo, se había recorrido Europa entera para entrar en contacto con los saberes más herméticos y conocer los trabajos de alquimistas como Arnaldo de Vilanova o Roger Bacon.
Fue el primero en utilizar el término “química” en sustitución de la alquimia, ya que esta se encontraba observada con lupa por una Inquisición que veía brujas y herejes en cualquier rincón. Su gran aportación a la Gran Obra fue crear la conocida como Tría Prima, encubierta bajo la imagen de la Trinidad católica: el “principio azufre” (vitalidad), el “principio mercurio” (alma) y el “principio sal” (cuerpo material).
Paracelso vinculaba ciertas enfermedades a un exceso de los anteriores principios. Sostenía que un exceso de “azufre” provocaba la fiebre; un exceso de “mercurio” se traducía en depresiones; y un exceso de “sal” derivaba en problemas gástricos. La única manera de recuperar el equilibrio era a través de sustancias químicas creadas para estos casos, es decir, medicamentos, entre los que destaca el láudano, inventado por él. Sus teorías alquímicas quedaron inmortalizadas en el Paramirum y en el Paragranum, sus dos grandes obras.

No obstante, nunca rechazó la base de la alquimia, que se había sustentado desde sus inicios en los cuatro elementos fundamentales de la naturaleza (agua, aire, fuego y tierra). Para mejorar su comprensión, Paracelso dio vida a estos elementos a través de unos seres de la naturaleza, conocidos como “seres elementales”. Estos elementales son descritos en Philosophia Occulta (tratado traducido por Franz Hartmann) como criaturas similares a los seres humanos, pero con una esencia diferente. Estos seres son clasificados por el alquimista de la siguiente manera: los elementales del agua son las ninfas; del aire, los silfos; del fuego, las salamandras; y de la tierra, los pigmeos. También son definidos como ondinas, sylvestris, vulcanos o gnomos respectivamente.
Queda patente que Paracelso no pretendía conseguir oro fácilmente ni alcanzar la mítica Piedra Filosofal o el elixir de la juventud, sino que su principal objetivo era avanzar en el conocimiento médico y así curar más enfermedades. En ese sentido, cumplía con la imagen de ese alquimista perfecto que buscaba el progreso del ser humano y no el enriquecimiento personal. Horacio García va más allá y afirma que Paracelso fue el encargado de fundamentar la farmacología moderna al poner la química al servicio de la medicina.
¿Paracelso también era adivino?
Paracelso no solo destacó como alquimista, sino también como adivino. Sin embargo, en un mundo donde los reyes se rodeaban de astrólogos y profetas para intentar conocer el futuro, el médico criticó a muchos de estos personajes que aseguraban que Dios dejaba señales amenazantes en los astros. A pesar de su parcial escepticismo, en ningún momento dudó de la existencia de la magia y nada más salir de Basilea, se trasladó a Eislingen (Alemania), donde escribió una misteriosa obra, Pronósticos para Europa.

Como si de Nostradamus se tratara, Paracelso recoge en Pronósticos para Europa una serie de profecías con un lenguaje críptico solo accesible para unos iniciados. A través de alegorías, se muestran 32 mensajes que tienen como motivo esclarecer el devenir de Europa si no cambia el rumbo degenerado y deshumanizador que llevaba. También se deja entrever que esas alegorías que ver directamente con los arquetipos que utilizarían los alquimistas para dar a conocer a unos pocos elegidos la Gran Obra. Sus profecías adquirieron gran importancia para los rosacruces, quienes decidieron estudiar su contenido; también Carl Gustav Jung decidió estudiar los trabajos de Paracelso y concluyó que el lenguaje simbólico de la alquimia que utiliza en sus pronósticos era una demostración de procesos psicológicos procedentes del inconsciente.
Últimos años y muerte de Paracelso
Después de no tener más remedio que abandonar Basilea por su propia integridad física, Paracelso siguió exteriorizando ese espíritu viajero que le caracterizaba. Ni la peste pudo interrumpir sus andanzas por los diversos estados que poblaban Europa, donde no hacía más que aumentar su fama gracias a las curaciones casi milagrosas que realizaba. Algunos lo comparaban con un auténtico mago con la capacidad de sanar, mientras que sus detractores argumentaban que realizaba prácticas poco ortodoxas.
No existen documentos que demuestren que fue procesado por la Inquisición y siempre tuvo gran estima entre los grandes mandatarios. De hecho, en 1540, fue solicitado por el príncipe-arzobispo de Salzburgo, Ernesto de Baviera, para que acabara con una grave enfermedad que adolecía.

La vida de Paracelso se apagó el 24 de septiembre de 1541 en Salzburgo y fue enterrado, como era su deseo, en el cementerio de pobres después de un funeral en el que se reconoció sus grandes avances en Medicina. Después de su muerte, se creó una corriente paracelsiana que atacaba los postulados de Galeno y Avicena, así como al pensamiento aristotélico. Hoy en día, sus restos se encuentran en la Iglesia de San Sebastián de esta ciudad, con un epitafio que resume sus logros gracias a la alquimia: “Aquí descansa Phillipus Teophrastus, insigne doctor que acabó con la lepra, la podagra, la hidropesía y otros contagios incurables para el cuerpo gracias a sus maravillosas artes”.
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