«Oíd lo que os contaré, por donde entenderéis si los demonios entran también en las bestias, y a requisición de aquellos que están concertados con ellos». Con estas palabras, Antonio de Torquemada intentaba convencer a su colega Bernardo en el Jardín de Flores curiosas que los demonios podrían entrar en los cuerpos de animales y manejarlos a su antojo.
El Jardín de flores curiosas, escrito en primera persona por el propio Antonio de Torquemada, es uno de los primeros libros que tratan sobre hechos sobrenaturales y de misterio. Fue publicado en 1570 de forma póstuma y en él se recogen historias y leyendas que van desde fenómenos prodigiosos hasta extraños monstruos, pasando por sucesos relacionados con fantasmas y aparecidos. Relatos que asombraron al propio Miguel de Cervantes, que no pudo evitar mencionar esta obra en El Quijote. Y lo hizo porque Torquemada recoge episodios vinculados con lo imposible, dignos de un caballero andante preso de una acuciante locura. Episodios como el que a continuación se desarrolla.

El extraño religioso que surgió con un caballo famélico ante un estudiante del monasterio de Guadalupe
El autor del Jardín de flores curiosas cuenta que en una ocasión conoció una insólita historia de mano de un «mancebo estudiante». Torquemada asegura que aquel muchacho era alumno de Medicina y que con los años acabó siendo médico del emperador Carlos V. También que cuando el joven se lo contó, este juró y perjuró que lo que le iba a contar real.
El bachiller contó al escritor que vivió un misterioso suceso cuando se encontraba en el monasterio de Guadalupe estudiando Gramática. Allí, durante una tarde de junio, cuando se encontraba haciendo trabajos en el campo, vio venir por el camino a un hombre con el hábito religioso. El clérigo no iba solo, sino que iba consigo un caballo flaco y, al parecer, tan cansado que apenas se podía mantener en pie. El estudiante jamás hubiera imaginado que aquel corcel protagonizaría un hecho sobrenatural que rayaba lo irreal.
Cuando el religioso llegó hasta el joven, le pidió que si podía ir a Guadalupe a comprarle algo para cenar. El muchacho, extrañado por la petición, asintió, se acercó al monasterio donde adquirió alimentos y de nuevo acudió al campo donde continuaba ese hombre con su caballo famélico. Como agradecimiento, le invitó a cenar al zagal y el estudiante, ante la aparición repentina del clérigo y su animal le preguntó cuál era su destino. El individuo que había surgido de la nada fue claro: «Voy para Granada«.

El futuro médico, cuya familia vivía en la ciudad nazarí, dijo al religioso que él también tenía que ir a Granada: «Yo pienso partirme para allá a ver a mi madre, que vive en aquella ciudad y hace mucho tiempo que no la he visto ni he sabido de ella». El viajero, que no soltaba en ningún momento a su esquelético rocín, invitó al estudiante que se uniera a él; eso sí, con una rara petición que, a pesar de lo singular que era, el joven aceptó sin miramientos:
«Pues si vos os queréis ir ahora en mi compañía, yo os haré la costa y os llevaré de manera de manera que apenas sintáis el camino, pero ha de ser con condición que luego nos partamos, que yo no me puedo detener».
El hombre con hábito religioso, un personaje desconcertante y misterioso
El muchacho acudió al monasterio de Guadalupe y en un santiamén cogió varias camisas, recaudó varios libros y se unió a aquel señor, que en ningún momento le reveló su identidad, para viajar hasta Granada. Juntos iniciaron el periplo a la noche, pues el religioso decía que se viajaba mejor a la luz de la luna que de día debido al incipiente calor del verano entrante.
Uno iba subido a lomos del delgado caballo y el otro iba a pie. Durante el trayecto iban charlando sobre cuentos y leyendas que se decían por esas tierras extremeñas. Todo mientras la luna seguía de cerca sus pasos como única acompañante en plena oscuridad nocturna. De pronto, tras haber recorrido un breve itinerario, el misterioso individuo comienza a importunar al estudiante, espetando que se subiera a las patas del corcel. El zagal, ante la sorprendente recomendación, se rió: «No sé yo si podrá llevar a sí, según está flaco y perdido, con los cuadriles de fuera, cuanto más menearse con dos personas encima». Pero la contestación del hombre con hábito dejó sin palabras al que se preparaba para ser médico:
No le conocéis bien, que no hay tal bestia en el mundo, y así como está no le daría por ningún precio
Ante la intrigante respuesta, el mozuelo no quiso porfiar y accedió. Se subió a las ancas del rocín sin rechistar, pensando que en cualquier momento el animal se detendría por el peso. Pero lo que estaba por llegar desconcertó por completo al chaval que residía en el monasterio de Guadalupe.

Un enigmático viaje que estuvo marcado por su insólita rapidez
Nada más subirse al caballo, lejos de perder fuerza, este comenzó a galopar mejor y de forma más llana. De repente, el rocín aumentó la velocidad sobremanera de forma inexplicable, parecía como si estuviese volando de rapidez. Aquel corcel raquítico y escuchimizado se había transformado en un purasangre en un abrir y cerrar de ojos, en un équido que solo podía ser producto de la magia y del embrujo.
Su dueño, lejos de sorprenderse, atisbó una sonrisa maliciosa que aterrorizaría a cualquiera. Sus inmediatas palabras provocaron un escalofrío en el joven, cuya confianza se había desvanecido: le decía que no se durmiera, pues en poco tiempo llegarían a Granada. No había llegado a amanecer por completo, cuando los viajeros divisaron las huertas y arboledas de la ciudad granadina.
Cuando llegaron a su destino, aquel insólito personaje le rogó al joven del monasterio de Guadalupe que en pago de su «buena obra» no hablara ni contara nada sobre lo que había presenciado con su caballo durante la noche. El mozo, consciente de que si lo contaba nadie le creería, aceptó. Sin embargo rompió su silencio con Antonio de Torquemada, a quien le aseguró de forma rotunda que aquel escuálido caballo estaba endemoniado, ya que era imposible que recorriera tantas leguas en una sola velada. Y, cómo no, su dueño, aquel cuyo corcel había conseguido ir desde el monasterio de Guadalupe hasta Granada en menos de lo que canta un gallo, era el mismísimo Diablo.
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