El maná es uno de los grandes enigmas que entraña la Biblia. ¿Qué era ese alimento surtido directamente por Dios a aquellos israelitas que, junto a Moisés, vagaban durante 40 años por el desierto en busca de la Tierra Prometida? Mucho se ha divagado sobre qué era esta sustancia comestible y cuál era su procedencia. Desde exégetas hasta la etnogastronomía, todos han querido dar carpetazo a un misterio sagrado que, por dicha condición, nunca será aclarado. Sin embargo, el maná ha quedado grabado en la memoria popular. Queda patente, si no, en la ciudad italiana de Bari. En ella, concretamente en la basílica de San Nicolás, cada tarde del 9 de mayo se abre la tumba del santo que da nombre al recinto religioso. Cuando esto se hace, como claro indicio de que la magia ha acudido a su cita, un líquido de color claro comienza a brotar de los restos. Eso y una fragancia más que digna para ser percibida. El fluido, recolectado fervientemente desde hace siglos por los feligreses allí agolpados, quienes lo otorgan facultades sobrenaturales, no dudan en llamarlo de otra forma que no sea el «maná de San Nicolás«.
Aun así, la sustancia emanada por el cuerpo del eminente personaje, que ha dado algún que otro disgusto (una mujer del siglo XVII hizo su propio «maná de San Nicolás» y se llevó por delante a 600 personas porque resultó ser arsénico) no es la única alusión que hallamos referente a este alimento divino. Incluso en España, dentro de todas las reliquias que contenía el Arca Santa, hoy conservado en la catedral de Oviedo, se incluía una porción de de este elemento. Sin embargo, la indicación más inimaginada e insospechada que encontramos en nuestro país sobre el maná se encuentra en la isla de La Palma, en medio de la soledad oceánica. En la «Isla Bonita«, un viejo testimonio quedó inmortalizado por quienes, ataviados de tinta y pluma, documentaron los primeros pasos del catolicismo y la conquista de las volcánicas y eruptivas tierras palmeras.
Los benahoaritas y el maná
Cuando en el siglo XIV se comienzan a redescubrir las islas Canarias y en el XV se lleva a cabo su conquista, un nuevo mundo se abre ante aquellos valientes que se atreven a surcar las costas del Mare Tenebrorum. Las viejas historias de la Antigüedad, latentes pero manifiestas, parecen volver a encajar. ¿Acaso es este archipiélago sinónimo de las míticas Hespérides de la mitología griega? ¿Quizá las islas habitadas por canes marinos avistadas por las expediciones de Juba II? ¿O son las Fortunatae Insulae, las islas Afortunadas, que menciona Plinio el Viejo antes de sucumbir ante la fuerza de un volcán, en este caso el Vesubio? Cualquier palmo de territorio conquistado, cada terreno ganado en aquellas ínsulas, produce ensalmos de fantasía. Más si cabe porque allí se topan con la resistencia de unos aborígenes nunca antes vistos. Unos hombres y mujeres cuya forma de concebir su entorno, así como su día a día, chocan frontalmente contra las contumaces concepciones del europeo. Esto ocurre claramente en la isla de La Palma, donde los benahoaritas, ancestrales palmeros que moran aquella porción de tierra en mitad del océano, se ven superados en apenas un año por los conquistadores que vienen de la Península Ibérica y que portan en una mano una cruz y en otra una espada.

Sin embargo, cuando los españoles se hacen con el control de la isla de La Palma en 1493, un sinfín de historias comienzan a bullir entre los conquistadores. Relatos que mezclan tres fases: asombro, incomprensión y parcheo. Asombro por la llegada a unas tierras totalmente diferentes; incomprensión ante fenómenos y realidades nunca antes atisbadas; y parcheo con «herramientas» que sí están disponibles por medio del pensamiento mágico para hacer frente a todo aquello que se escapa a toda lógica. En este punto es donde se sitúa el «maná de la isla de La Palma«. A partir del siglo XVI, cuando el dominio en la «Isla Bonita» ya ha sido más que asentado, una retahíla de alusiones forteanas sirven de remiendo para sucesos que, a ojos de los nuevos habitantes, son auténticos portentos. El primero que recoge la existencia de un alimento divino en suelo palmero es Vasco Díaz Tanco, humanista de Fregenal de la Sierra de la primera mitad del siglo XVI, capaz de ser militar, clérigo, dramaturgo, astrólogo y adivinador a partes iguales. Díaz Tanco llega a Canarias una vez el archipiélago ha caído en manos castellanas. El extremeño, tras un periplo lleno de aventuras y hechos significantes, arriba a la Gomera para después ir a La Palma. Así lo cuenta en 1520 en su Triunfo canario isleño, donde da habida cuenta de un suceso que, por asombroso, tenía que dejarlo plasmado en un poema:
Allí vi el manjar que a los de Israel
dio Dios en la tierra de la promisión
desde que escaparon del rey Faraón
que manhu (maná) llamaron por ser tan donzel
y cae de un árbol bien como laurel
y como rocío de allí viene al suelo
y cúbrese todo de bruma y de hielo
y en medio parezca no menos de miel.
Con estas palabras, Vasco Díaz Tanco puede ser el que enciende la mecha de un completo enigma histórico en La Palma. Él prende la llama que luego otros se encargarán de avivar en concienzudos tratados o, quién sabe, si presenciando el fenómeno del «maná palmero» en primera persona. Es el caso de uno de los más notables cosmógrafos renacentistas que dio España en el siglo XVI: Alonso de Santa Cruz.

La ‘miel divina’ de La Palma
Alonso de Santa Cruz destaca en muchos ámbitos: desde su habilidad en el arte de la cosmografía hasta su afición a la astrología, sin olvidar sus dotes para eternizar hechos históricamente reseñables. Pero ante todo, este sevillano es un insaciable viajero. Ese afán aventurero le hace llegar en 1526 a La Palma con tan solo 21 años. Se trata de una de las primeras paradas que hace como miembro de la expedición de Sebastián Caboto, quien se adentrará en el Río de la Plata y dará cuenta de leyendas e historias de tesoros en territorios nunca antes exploradores como Uruguay. Años después, cuando da orden a todo lo que ha podido contemplar, redacta el Islario general de todas las islas del mundo. En este compendio, Santa Cruz no deja pasar la oportunidad de plasmar en negro sobre blanco el «maná palmero» que, bien escucha hablar de él, bien es testigo de ello:
Hay en ella mucha miel y cera y mucho vino y bueno que se carga para Indias y Flandes. Hay tres ingenios de azúcar donde se hace muy buen azúcar; hay conejos y perdices y gallinas de Indias y patatas. Tiene muchos árboles llamados dragos. Hay muchos que afirman que se cogía en ella (La Palma) antes que se conquistase una miel que llamaban celestial, que la cogían sobre las matas y los montes como copos de nieve. Ahora cae algunos años.
Lo descrito por Alonso de Santa Cruz acerca de una «miel celestial» es fundamental en esta historia cimentada por cronistas que fueron a parar a La Palma. Sus palabras pueden sentar precedente en quienes recogen el testigo sobre el prodigio interpretado como aquel alimento divino entregado a los israelitas en su travesía por el desierto.

El ‘maná de La Palma’, una ‘gracia de Dios’
Guante que lo coge al vuelo uno de los autores que más se interesan por este hecho sobrenatural, a ojos de los hombres de su tiempo. Gaspar Frutuoso, humanista portugués del siglo XVI donde los haya, es uno de los grandes cronistas, no solo de Canarias, sino de la Macaronesia en general. Sin su incansable labor, muchos detalles se hubieran esfumado sin más. No importa que escribiera de oídas. De hecho, no hay constancia de que Frutuoso pisara jamás el archipiélago canario. Sin embargo, despliega en su Saudades da Terra todo un recopilatorio de sucesos notables y llamativos ocurridos en las islas. El autor dedica sus últimos años de vida, desde 1586 a 1590, a tomar buena cuenta de todo lo que estaría sucediendo en aquellas ínsulas frente a las costas africanas. Así hasta conformar el primer tomo de los cinco que tiene su obra. Libro I en el que, cómo no, hace referencia al «maná de La Palma«. Los detalles que apunta son totalmente novedosos:
Los isleños dicen que antes y después de ser tomada la isla, en la cumbre, un manjar del cielo, menudo y blanco, como confites, tan suave, daba sustento y consuelo a quien lo comía. Ellos lo llamaban «Gracia de Dios» y maná oloroso, y lo cocían muy temprano y lo comían el mismo día. Todavía dicen que, mientras en la villa o ciudad no hubo tratos mercantiles, nunca dejó de llover esta «Gracia de Dios» y maná. Pero en cuanto los hubo, se perdió para no volver más.
Por tanto, Gaspar Frutuoso no solo aporta cómo era este alimento incógnito, sino que además señala cómo y cuándo era ingerido. Eso y que, de sus palabras, se atisba una intervención divina, una protección superior que alimenta por medio del maná a los palmeros en sus momentos más complicados, como si no se separase de ellos en tiempos de zozobra. Aunque otro dato muy relevante es que sitúa dónde se producía y recogía el «maná de La Palma«: en la cumbre. Pero ¿en qué enclave mágico de la ínsula en particular? Esto ya nos lo dice otro cronista que también se ve atraído por esta interesante historia.

La cumbre de Los Andenes y el ‘maná palmero’
De pasada o, quién sabe, si de refilón, el geógrafo, cartógrafo e historiador Leonardo Torriani también conoce de la historia de un «alimento divino» que se obtiene de la nada en la isla palmera. El cremonés es llamado a filas por Felipe II en 1584, quien lo nombra ingeniero real en La Palma. Una vez en el archipiélago se dedica a saltar de isla en isla, realizando mapas y planos en algunas ocasiones, tomando notas en otras. Por ejemplo, Torriani es testigo de acontecimientos notorios como la erupción del volcán Tajuya un año después de llegar a la ínsula, que casi se lo lleva por delante (él mismo cuenta que los vecinos «huían de miedo» porque aquello «parecía el fin del mundo»). Pero durante su estancia en suelo canario, al italiano le da tiempo a hacer su propia relación de aquellos lares. Obra que tiene como título Descripción e historia del reino de las Islas Canarias en la que, de nuevo, no es ajeno a las historias que se relatan en el lugar donde ha sido destinado por mandato del monarca. En ella, aparte de destacar la inmensa flora que crece en La Palma, así como los míticos dragos de los que se extrae su «sangre», hace referencia al maná tan repetido por cronistas anteriores. Se desconoce si él mismo puede contemplarlo en primera persona o si lo inmortaliza como una leyenda que se transmite de generación en generación. Aunque lo cierto es que Leonardo Torriani recoge un dato no tenido en cuenta hasta ahora:
En los montes Andenes, que son los más altos, cae algunas veces buenísimo maná.
Una frase tan sucinta y escueta no podría aportar más información. Leonardo Torriani es el primero que dice exactamente dónde se daba el fenómeno del «maná de La Palma«. El mirador de Los Andenes, no muy lejos del atractivo Roque de los Muchachos, y siempre encamado por un mar de nubes que lo acuna, sería el enclave donde lo inexplicable cobraría forma. Sería en esta cumbre, al igual que cita Gaspar Frutuoso, donde ese «comestible divino» se hacía patente, a donde acudían los nativos a recogerla y el punto exacto que tanta extrañeza provoca a los nuevos moradores de la «Isla Bonita«.

El ‘alimento divino’ de La Palma en el siglo XVII
Ya en el siglo XVII otros autores cuentan este portento. Lo hacen más como si de un mito o un ensueño se tratara. Es el fraile Juan de Abréu Galindo, un nombre en clave cuya identidad real se desconoce, en la Historia de la conquista de las siete islas de Canaria (publicación que tampoco se sabe con certeza si es de su autoría o retoma otro trabajo anterior) también menta el asunto del maná palmero, aunque en un tono pretérito que hace pensar que se refiere a algo del pasado:
Había en esta isla de La Palma, antes que se conquistara y después muchos años, mucha cantidad de maná, que se cogía en ella y se llevaba a vender a España, el cual dejó de caer y cogerse después que la arboleda de la cumbre de esta isla se perdió
La apreciación de una comercialización del maná palmero por España no sale a colación hasta que el escurridizo religioso de principios del siglo XVII hace alusión a ello. No obstante, ese tono de «agua pasada», como si se hablara de un mítico fenómeno ya olvidado, se repite en otro cronista, en este caso médico e historiador de Gran Canaria para más señas: Tomás Arias Marín de Cubas. Este intelectual, que llega a ser catedrático en 1664 de astrología en Salamanca, ciudad de adivinos donde los haya, en su también Historia de las Siete Islas de Canaria, fechada en 1694, recurre al hecho inexplicable acaecido en tiempos de los benahoaritas. Parece que a los interesados en astrología, dicho sea de paso, también les causa curiosidad el divino tesoro en forma de alimento dejado ver en La Palma:
Solía criarse mucho maná en las yerbas y piedras del rocío.
Como queda visible, en el siglo XVII ya no son tan detallistas respecto al enigma histórico presente en La Palma. A partir de aquí, el rédito de un fenómeno imposible cae en picado hasta finalmente ser víctima de una danmatio memoriae solo rescatable por quienes cultivan la capacidad del asombro. Son ellos, como Daniel Becerra Romero, los que hacen el cambio de guardia con los cronistas que no pasaron por alto algo que rompía sus esquemas. Aunque en este caso, el doctor en Historia Antigua y docente, con las herramientas que otorgan los nuevos tiempos, consigue desterrar el pensamiento mágico para combatir con «armas» más contemporáneas un fenómeno, a todas luces, sorprendente.
¿Adiós al enigma?
Becerra Romero, en su tesis Los estados alterados de consciencia y papel en las culturas de la Antigüedad, no duda en demostrar que en el archipiélago canario se dan cita, como él comenta, especies vegetales que contienen sustancias alcaloides o compuestos que pueden llevar a estados alterados de consciencia. Plantas que, en algunos casos, los aborígenes de las islas Canarias sabían emplear. Para ello se apoya en lo recogido por los autores que mencionan al «maná de La Palma» y, sobre todo, en otros investigadores que han analizado la procedencia de este alimento bíblico, quienes apuntan a un origen procedente, sobre todo, de árboles y arbustos.
De esta idea es el doctor en Historia Antigua, que apunta a que el «maná de La Palma» puede tener relación con una excreción producida por los codesos de cumbre (Adenocarpus viscosus). Una especie de sustancia dulcificada que, aparte de ser ingerido por los benahoaritas, Becerra Romero propone que también podría tener efectos alterados o alucinatorios. Para ello, se apoya en lo que arqueólogo Felipe Jorge Pais Pais, gran experto en la cultura aborigen canaria, asegura al respecto. Este, en una conversación con un cabrero palmero le habría comentado que su ganado era muy dado a ingerir el «azúcar de codeso» incluso llegando a olvidarse de otros alimentos que no sea el mencionado.

Por tanto, según la tesis de Becerra Romero, esta sustancia podría generar adicción. Circunstancia que, posiblemente, los nativos palmeros conocían a la perfección y que consumían ante la atónita mirada de unos europeos que no comprendían lo que veían. Además el codeso de cumbre todavía se puede ver en las partes altas de La Palma, incluso en los alrededores del Mirador de los Andenes, montes que Leonardo Torriani menciona en sus escritos. ¿Fin al enigma del maná palmero? ¿Vedada una incógnita inmortalizada por quienes tuvieron la suerte de saber de ella y, quién sabe, si de contemplarla? La lógica y la magia llevan mucho tiempo sin hablarse.