Los otros vampiros ibéricos: temor y pánico a los ‘no muertos’

Cuenta Salvador Sáinz en su libro Estruch cierta historia de un conde medieval llamado Arnau Estruch que consiguió infringir la ley de la vida. Se topó con la muerte para regresar después de ella, convertido en un voraz chupasangres cuyas víctimas, chicas jóvenes, quedaban embarazadas de demoníacos seres en el castillo de Llers. Relato del conde Estruch que, a caballo entre la realidad-poesía y la fabulación, se ha convertido en un personaje muy sonado dentro del folklore catalán. Situación muy similar ocurre en Cantabria y Asturias, donde las guajonas y guaxas respectivamente, quién sabe, todavía usurparían la sangre de los más inocentes por medio de un colmillo succionador. También en Murcia, la sola mención de los Tíos Saínes aún hace temblar a los más pequeños, sabedores de cómo se las gastarían estos personajes. Figuras míticas, bombeadas directamente por la tradición popular, que tienen un nexo común: todos se nutren del cálido y borboteante líquido rojo que recorre nuestras venas y arterias. Bebedores de sangre que, por dicha característica, son comparados con aquellos que la literatura romántica, gótica y posteriormente Hollywood, con sus diferentes perspectivas, han sabido alimentar a la perfección. Para algunos, el conde Estruch, guaxas o guajones y Tíos Saínes serían los vampiros españoles, los seres dracúleos de nuestra geografía. Aunque, si nos apartamos del folklore y de comparaciones que invitan al debate, nos podemos llevar una grata sorpresa.

Entre la bruja y el ‘no muerto’

Sin embargo, antes hay que realizar una diferenciación clave. El vampiro, entendido como la criatura de la noche que succiona la sangre para ser inmortal, en la Península Ibérica no tiene el arraigo folklórico pretendido. Se puede decir que en estas latitudes no existe la figura del vampiro porque para ello está el personaje de la bruja. Ella es la que tiene la facultad de chupasangres, como atestiguan no solo leyendas, sino también las acusaciones de brujería. Valga de ejemplo el caso de las brujas de Zugarramurdi, quizá el más sonado de la Historia de España; en él se desprende que, alentadas por el Diablo, las condenadas «chupaban y tragaban» la sangre de los niños que secuestraban. Mismos zagales que Goya, en sus Pinturas Negras, inmortalizó dentro de cestas portadas por las que serían sus verdugos.

Brujas pintadas por Francisco de Goya

La bruja englobaría, por tanto (y salvando las distancias abismales), los atributos de lo que hoy se entiende por «vampiro«. Ahora bien, el miedo al retornado, al reviniente, al redivivo… al que, en definitiva, vuelve de la muerte para atormentar a los vivos, también se encuentra en España. Pavor idéntico al que documentó el padre Augustin Calmet en el centro de Europa, con cazavampiros español incluido (el conde de Cabreras). Miedo calcado al que tenían en los Balcanes y Este de Europa a esos «no muertos» cuyas historias, sin duda, llegaron a oídos de un dublinés decimonónico, que entre crítica y producción teatral, se empecinó en pasar a la historia de la literatura de terror. Terror atávico e inherente al ser humano, a aquello que rompe la delgada línea entre la vida y la muerte y no solo eso: con un objetivo de rendir cuentas con los vivos. De todo esto, de los «no muertos españoles«, los hallazgos arqueológicos y alguna que otra leyenda con sustento pueden darnos alguna pista.

Una Tumba de Penitente en Ávila… ¿o no?

La primera parada se encuentra en Ávila. A extramuros de su mágica muralla, quien acceda a lo que antaño fue la iglesia de Santo Tomé el Viejo, hoy almacén visitable del Museo de Ávila, puede llevarse una sorpresa, siempre que acuda con la capacidad de asombro puesta a punto. Entre las decenas de antiguas aras funerarias o dedicadas a dioses ignotos, sin dar de lado al desfile de verracos de piedra que nos acercan al desconocido mundo vettón, un extraño enterramiento llama la atención a quien no pasa de largo. Se trata de una tumba a base de losas de piedra, con un tamaño medio, donde destaca una que está especialmente trabajada para servir de cabecero al difunto. Los restos del sujeto que albergó su interior no se conservan, aunque sí aparece dibujada media columna vertebral y el tren inferior del esqueleto. ¿Esto quiere decir que solo fue inhumado de mitad de cuerpo para abajo? Los interrogantes comienzan a surgir. Incógnitas que se disparan cuando se contemplan los enigmáticos objetos que aparecen dentro del conjunto funerario conservado en la exposición abulense.

Unos aros metálicos, situados a la altura donde presumiblemente estuvieran los brazos del difunto, hacen pensar que bien pudieron ser ajuares que lo acompañaron al Más Allá. Sin embargo, otro de gran magnitud, hallado en la zona de la cintura del inhumado, deja al visitante a merced de suspicacias. Sospechas que se desatan cuando dos argollas, enganchadas al suelo, aprisionan los restos del enterrado y lo anclan al suelo. ¿Qué explicación puede tener tal «encadenamiento»? ¿Por qué quienes enterraron a dicha persona se aseguraron de que quedaba totalmente aferrado a su tumba de pies, y quién sabe si también de manos y cinturas? Preguntas más que fundadas que los folletos del almacén del Museo de Ávila se encargan de ensanchar. «Tumba de ¿penitente? Edad Media. Necrópolis de San Andrés. Ávila«, recoge el catálogo de todo el inventario que se conserva en la desacralizada iglesia de Santo Tomé el Viejo, como si de un completo y complejo enigma histórico se tratase.

Tumba de ¿penitente? Museo de Ávila

¿Un difunto cuya penitencia es estar anclado en el suelo para toda la posteridad? Pueden ser cilicios de penitencia, que ya nos indican una intencionalidad clara hacia el personaje enterrado. Hay que seguir el rastro de dónde es hallada la presunta Tumba de Penitente. María Mariné Isidro, en su estudio Tumba de penitente en San Andrés, Ávila para la Junta de Castilla y León recoge que el enterramiento es descubierto en 2006 en los aledaños de la románica iglesia de San Andrés. La sepultura es recuperada del pasado gracias a Jesús Caballero, destacado arqueólogo con notorios trabajos en la provincia abulense. Cuando se están llevando a cabo obras de reacondicionamiento en el recinto sagrado, de las brumas del tiempo surge una necrópolis medieval posiblemente de los siglos XII y XIII. Entre las sepulturas recuperadas destaca la expuesta en el almacén del Museo de Ávila. Inhumación que, en palabras de Mariné Isidro, es una «tumba única» por dos motivos: el primero por solo haber sido utilizada en una ocasión; el segundo, y más extraño para ella, que fuera sellada de forma hermética, a cal y canto, por pesadas losas de piedra.

En cuanto a quién es la persona enterrada, los expertos afirman que se trata de una mujer de alrededor de 60 años que habría fallecido de forma natural. La propia investigadora, acerca de la Tumba de Penitente hallada por Caballero, asegura que «llaman la atención» tanto los aros de hierro en cintura y extremidades (señala que son cilicios de penitencia) como que se haya perdido el tren superior del esqueleto, esto es tronco y cráneo. Finalmente Mariné Isidro se pregunta si se trata de una santona medieval, expuesta al fetichismo popular y beatificada prácticamente en vida. Pero ¿y si lanzamos la hipótesis de la creencia en el reviniente o redivivo? No es descabellado pensar, en un ejercicio razonable y honesto de imaginación meditada, que la difunta fuera inhumada tal cual fue hallada por los arqueólogos, sin miramientos, pero en este caso sí con anclajes, para no atormentar a los que, todavía en vida, temían lo propio: que dicha fallecida volviera de entre los muertos. Una práctica, basada en la creencia de los «no muertos«, tan extendida en el centro y este de Europa, tan explotada en el arte (a su manera) bajo la figura del vampiro, y que en España también tenemos más posibles casos.

El cementerio de ‘vampiros’ de Deza

En la localidad soriana de Deza, un pueblecito de poco más de 200 habitantes, se encontró algo (o mejor dicho a algunos) que no debería estar ahí. A principios de los años 30, el prestigioso arqueólogo Blas Taracena (que entre otros dirigió el Museo Arqueológico Nacional), estaba realizando unas excavaciones en un paraje cercano a este lugar de la provincia de Soria. Lo que se encontró en aquel yacimiento todavía no se ha explicado. Taracena se topó con una necrópolis, una especie de cementerio que sería de la época de principios de la Baja Edad Media, en torno a los siglos XI y XII. Allí el arqueólogo descubre 66 tumbas. De ellas, 36 eran adultos, ocho jóvenes y también había 13 niños. Hasta aquí todo bien, pero estos se hallaban de una manera que no se explica si no se acude al mundo de las creencias mágicas y, sobre todo, en los «no muertos«.

De las 66 tumbas de la necrópolis, 38 de ellas presentaban una particularidad. Los restos humanos estaban anclados con decenas de clavos. Puntillas metálicas de una longitud entre tres y siete centímetros que no acompañaban al difunto como se hacía en la Antigüedad. Estos se encontraban incrustados en los huesos, o dicho de otro modo, esos cuerpos sin vida habían sido clavados a la tumba por algún motivo hoy desconocido. De los 38 cuerpos con clavos, 27 eran adultos, tres de jóvenes y ocho de niños. Es decir, de los 13 niños que se encontraron en este cementerio medieval, más de la mitad se encontraban con clavos en sus huesos. Una escena que impactó al propio Taracena. Le impresionó tanto al reputado arqueólogo que dio detalles de lo hallado en la necrópolis de Deza. Por ejemplo, menciona que siete esqueletos presentaban cinco o seis clavos en el cráneo que iban desde el frontal hasta el occipital. Uno de estos, que correspondería a un adulto, también tendría una de estas puntas de hierro hincada en el conducto auditivo. 

Blas Taracena

No obstante, la cosa no quedaba aquí. Otros restos tenían clavos a la altura de la clavícula, en los antebrazos, en las muñecas, en las tibias o en los peronés. Incluso algunos fueron hincados en la zona del corazón, recordando a las famosas estacas para acabar con los vampiros. Por tanto, ¿qué explicación tiene todo esto? ¿Se sabe algo de por qué en la Edad Media, en una determinada zona de la provincia de Soria, se decidiera clavar a un número de personas? Los estudios de Blas Taracena apuntaron a que este ritual había sido llevado a cabo de forma intencionada y sobre todo post mortem, es decir, una vez que esas personas habían fallecido. En este sentido, solo caben dos explicaciones: una, que se creyera que estos muertos, una vez fueran enterrados, podrían volver al mundo de los vivos para hacer de las suyas, al igual que las historias que tienen a los «no muertos» como protagonistas. La otra explicación la dio el propio arqueólogo y tiene que ver con un antiguo dicho popular que estaba muy extendido. Una frase que incluso en zonas rurales de la Península todavía persiste: “Clavado te veas como un judío”.

Efectivamente estamos hablando de una necrópolis judía. De hecho, el lugar donde se encontró el cementerio medieval era conocido como el “cerro de los Judíos”, una pista que quizá quería decirnos algo de este enclave. Pero sobre todo, en su interior se encontraron alusiones a Yavhé y detalles propios del judaísmo. Aunque había pormenores que se le escapaban al propio Taracena. Hay que tener en cuenta que las tumbas estaban orientadas norte-sur, cuando lo más común entre la comunidad judía es hacerlo con la cabeza al oeste y los pies al este, para que durante la resurrección, el fallecido lo primero que viera fuera Jerusalén. Sin embargo, en este caso, esta situación no se da. Pero lo que más llama la atención son los clavos. Se sabía que el dicho popular de “Clavado te veas como un judío” podría tener que ver con los detalles encontrados en Deza. En otros enterramientos judíos también han aparecido clavos junto a los cráneos, aunque este caso soriano era especial: no solo estaban en la parte de la cabeza, sino por todo el esqueleto. Además Taracena apunta a un detalle revelador: el Talmud prohíbe y castiga tocar cualquier cadáver a excepción de los cabellos. Por tanto, si se trataba de un ritual judío, este debía ser prohibido o hecho a escondidas. Por tanto, encaja más que lo hicieran otros miembros de otra religión. 

Disposición de algunos de los restos hallados en la necrópolis judía de Deza

Es bien sabido que los cristianos en la Edad Media veían a los judíos más allá que enemigos de su fe. Eran poco menos que adoradores del Diablo y, como tal, estaban tan estigmatizados que quizá pueda venir de ahí la creencia de que estos podrían haber hecho algún tipo de maleficio para volver a la vida después de muertos. Lo que sí se sabe es que, tras encontrarse esta sorpresa en la necrópolis judía de Deza, el bueno de Blas Taracena acabó descartando la idea de que pudiera ser un ritual religioso. Finalmente, en sus conclusiones, se decantó por la idea del “cadáver viviente” que había leído en Obermaier, uno de los padres de la arqueología moderna. Un “cadáver viviente” que no sería otro que la vieja historia de los «no muertos» que salen de sus tumbas para reunirse con los vivos, dejando una ristra de desgracias a su paso. Penurias que podrían ser evitadas si se tomaban cartas en el asunto con el recién fallecido del que se sospechaba que pudiera ser un “redivivo”.

La ‘no muerta’ de San Escobedo de Camargo

Casos como el de la necrópolis de Deza se repiten en más enclaves, donde enterramientos judíos presentan características similares. Sin embargo, un enterramiento singular lo hallamos en Cantabria, a apenas cuarto de hora de Santander. En el vetusto pueblo de Escobedo, perteneciente a la municipalidad de Camargo, no solo la España Mágica muestra sus mejores galas en las pinturas prehistóricas de la cueva del Pendo. Quien se dirija a la imponente iglesia de San Pedro, de bella factura como solo el Siglo de Oro español sabía hacer, puede llevarse una sorpresa. Antes de llegar al acceso al recinto religioso, unas mamparas empañadas con un tono verdoso provocan que, rápidamente, el visitante se acerque al cartel informativo que nos da pistas de lo conservado bajo las cristaleras. Lo primero que se lee en el panel no deja lugar a la duda: «necrópolis medieval de San Pedro de Escobedo«.

El recinto funerario, nada pequeño como atestiguan los aceitunados cristales, es hallado en 1993. Frente a la iglesia de San Pedro aparece un revestimiento irregular de piedras que habían sido convenientemente colocadas, según los expertos, en torno al siglo XVII, cuando data aproximadamente el mencionado templo que las cobija en su exterior. Sin embargo, cuando el encachado es salvado, debajo de este comienzan a aflorar todo tipo de enterramientos que se remontarían a épocas más pretéritas, cuando la Alta Edad Media era una realidad palpable. Entre lajas, tumbas corrientes y ataúdes improvisados, más de medio centenar de restos humanos afloran al presente reclamando su sitio en el pasado. Espacio que se encontraría entre los siglos VIII y XII. Aun así dentro de las sepulturas halladas en la necrópolis de Escobedo, una de ellas es la que más atención acapararía.

Cartel informativo de la necrópolis de la iglesia de San Pedro de Escobedo

Es cierto que dentro de las tumbas realizadas con lajas de piedra (32 en concreto) los arqueólogos se toparon con detalles llamativos durante los dos años que duraron los trabajos en la necrópolis. Por ejemplo, como cuenta el panel informativo, se descubrió una estela funeraria que bien pudo tener algún tipo de inscripción hoy desaparecida. También se pudo dar cuenta de un agujero que presentaba una de las losas de un enterramiento, quizá para realizar libaciones al difunto, en una práctica mágica, a la vez que pagana, que hunde sus raíces en tiempos de la Antigüedad. No obstante, la que más sorprendió a los investigadores fue una sepultura cuyos restos humanos todavía llaman la atención. Dentro del enterramiento hecho a base de piedras, el esqueleto perteneciente a una mujer presentaba en el interior de su boca una roca de considerable tamaño para lo que son los maxilares. Un nuevo y misterioso caso relacionados con los «no muertos» en la Cantabria medieval había sido rescatado de las brumas del tiempo.

¿Por qué una mujer enterrada con una piedra en la boca? Los arqueólogos Enrique Gutiérrez y José Ángel Hierro han investigado estos restos de la necrópolis de Escobedo. En sus conclusiones recogen que la roca podría haber sido hincada post mortem entre las fauces de la difunta o bien colocada en la altura de la barbilla y, con el tiempo, haberse desplazado hacia la zona maxilofacial. En todo caso, fuera de una forma u otra, el canto fue colocado de forma intencional, quién sabe si para que, una vez fallecida, no volviera de entre los muertos para hacer de las suyas a los vivos. Además, es inevitable que al contemplar los restos de la «no muerta» de Escobedo de Camargo no se vengan a la mente los de la mediática «vampira de Venecia«.

Restos de una mujer con una piedra en la boca de la necrópolis de San Pedro de Escobedo (Proyecto Mauranus – CAEAP)

En 2009, el antropólogo Matteo Borrini presentó los restos del cráneo de una anciana que había sido hallada tres años antes en una fosa común de la isla del Lazzaretto Nuovo, fechada en las últimas décadas del siglo XVI, cuando la peste bubónica asolaba a los temerosos vecinos de La Serenísima. La parte de la boca presentaba un enorme ladrillo hincado, en un intento de que la difunta no se convirtiera en una «devoradora de sudarios«, creencia muy extendida entre los venecianos de la época: se creía que algunos muertos primero se comían su propia mortaja; después se alimentaban de la poca sangre que quedaba en los difuntos que estaban inhumados en su alrededor; y finalmente, como si de vampirismo se tratase, retornaban de su lugar de sepelio para hacer lo propio con los vivos. Por eso, había que evitarlo, bien clavando una estaca al vampiro, hundiendo un latericio en las fauces de la presunta reviniente veneciana o directamente colocando piedras, ya sea entre los maxilares o en la barbilla, a la «no muerta» de Escobedo de Camargo. Todo ello para evitar una sorpresa no esperada proveniente de mundos ultraterrenos.

El sarcófago de Granada y los ‘no muertos’ en la Antigua Roma

Sorpresa que, en este caso, se llevaron los miembros del Museo Arqueológico de Granada cuando, en 2019, se toparon con un enigmático sarcófago en las insospechadas profundidades de la plaza de Villamena, en pleno corazón de la ciudad nazarí. Como una casualidad que reclama su sitio en la Historia, un extraño sarcófago provocó la sensación contenida pero indescriptible que el arqueólogo experimenta cuando, ante él, unos restos deciden que ha llegado el momento de darse a conocer. En este caso, una tumba de plomo cuyo interior escondía los restos de un hombre que falleció, entre los 35 y 40 años, de forma natural, como apunta Inmaculada Alemán, catedrática de Antropología Física. ¿Época? Entre los siglos II y IV o, lo que es lo mismo, romano. ¿Estado de la cuestión? Misterio absoluto.

En el momento en el que los especialistas del Museo Arqueológico de Granada abren el sarcófago romano se dan cuenta de un detalle que los impacta. El cráneo del difunto, como si de un ritual ignoto mostrado ante los atónitos investigadores, permanecía girado en sentido contrario al resto del esqueleto. El director de la excavación, Ángel Rodríguez, afirmó que, de forma intencional y post mortem, por motivos desconocidos, la calavera del fenecido fue dada la vuelta. Cuando continúan sus pesquisas, se percatan de que las rótulas también habían sido removidas. ¿Qué olvidada creencia hizo que, en plena Hispania romana, se descolocaran los restos de dicho cuerpo sin vida? ¿Por qué ciertos habitantes entre los siglos II y IV de lo que hoy es Granada se esforzaron en meter mano en este sarcófago de plomo? Es difícil dar respuesta a ambos interrogantes que flotan sin rumbo dentro del mundo mágico de la Antigua Roma. Un universo donde el «no muerto» no puede faltar a su ineludible cita con lo atávico.

Sarcófago romano de Granada: ¿’no muertos’ en la Antigua Roma? (Efe)

Los lemures y las larvas de la Antigua Roma, acaso términos que vienen a designar lo mismo en esencia, causaban el consabido temor en las desordenadas mentes, supersticiosas por doquier, de quienes portaban el águila de Roma a lo largo de sus extensos dominios. Espíritus malvados para unos y lares que adoptan las tinieblas para otros, tampoco era exótica la idea de que estas entidades, con oscuras motivaciones, aplazaran el descanso eterno para retornar a un mundo de los vivos en el que habrían dejado cuentes pendientes. Ese sería el objetivo primordial de lemures y larvas: resolver sus cuitas, ya sea invisible o físicamente, a pesar de que la muerte les hubiera alcanzado. Una creencia muy extendida en todo el orbe romano que tenía su clímax en las Lemurias, momento del año en el que familias enteras, alardeando del viejo dicho de «mejor prevenir que curar», obsequiaban con privilegios a estos entes, como quien paga un obligado tributo por la cuenta que le trae, para que la cara tenebrosa de los espíritus no se muestre en su versión más extrema: la de abandonar el Más Allá para volver al Más Acá bajo la bandera del «no muerto«. ¿Tiene algo que ver esta creencia con el sarcófago hallado de Granada?

El capitán vampiro de Lobres

Si seguimos en tierras granadinas, cierta pedanía de Salobreña esconde una historia cuyos vecinos difícilmente olvidan a pesar del paso de los siglos. En las contadas calles de Lobres, los rumores sobre el vecino más famoso del lugar siguen creciendo como la espuma. Para unos fue simplemente un hombre de su época, terrateniente de finales del siglo XVI y amo de todas aquellas tierras. Para los más fervientes, un abominable esclavista y martillo de moriscos. Para los restantes, un personaje oscuro a la par que siniestro, conocido como el «capitán vampiro«. Evidentemente todos coinciden en un punto, el de su nombre: Francisco de Arroyo Escobar.

De Francisco de Arroyo se sabe más a partir de su muerte, ocurrida el 10 de febrero de 1602, que de su vida. Sin embargo, a tenor de los acontecimientos que suceden tras su fallecimiento, infieren un temor hacia su persona. Capitán acicate de los moriscos en la Rebelión de las Alpujarras, así como miembro de esa policía rural que era la Santa Hermandad, la fama que tuvo que adquirir cuando finalmente se asienta en Lobres es desconocida. De «trato difícil» y «ausente de piedad»: así lo describe el historiador local Manuel Domínguez a Ideal Granada. Pero más allá de esto, las referencias que encontramos sobre este personaje vienen, nunca mejor dicho, después de muerto. Tras su defunción, al capitán lo entierran en el presbiterio de la iglesia de San Antonio, justo enfrente donde tenía su lujosa vivienda. No obstante, lo que se descubriría siglos después es digno de una historia de «vampiros ibéricos«.

Cuenta también Manuel Domínguez que, a finales del siglo XIX, unas obras de restauración comenzaron a acometerse en el interior de la iglesia de Lobres. Ya nadie recordaba las tropelías del capitán Arroyo. Los siglos habían ido olvidando la figura de aquel hombre que ganó su fortuna con la venta de esclavos moriscos. Pero en el momento en el que abren su tumba con motivo de los trabajos de remodelación, los presentes no pudieron dar crédito a lo que veían sus ojos: un esqueleto decapitado, sin el cráneo en su sitio, yacía a merced del paso de los años bajo aquella lápida arrinconada. ¿Su cabeza? Descansaba a los pies de los restos óseos, colocada ahí de forma intencional. Exacto, como un «no muerto«.

Tras el hallazgo, según Domínguez, los huesos del capitán Arroyo fueron esparcidos y colocados en lugares indeterminados, mientras que su tumba «desapareció» para siempre. Aunque la cosa no acabó aquí. En 2013, en aquella lujosa residencia en el corazón de Lobres, en ruinas por el paso del tiempo, tres misteriosas losas en las paredes casi derruidas daban cuenta de un siniestro recuerdo. Grabadas por los reporteros de Ideal Granada, sus mensajes inscritos lo decían todo: la primera rezaba «Cuidado con los vampiros. 1910»; la segunda, con un descalificativo acompañando decía «eres el último vampiro«; y la tercera, más gráfica, mostraba a un esqueleto sin cabeza, al más puro estilo de a quienes creían revinientes y redivivos. Todos para recordar el tétrico descubrimiento en la tumba de Francisco de Arroyo Escobar. Todo para que la historia del «capitán vampiro» no se olvidara nunca más.

Losas que recuerdan al capitán vampiro de Lobres (Capturas de vídeo de Ideal Granada)

La leyenda de un vampiro en Portugal

Lo que tampoco se extraviará es la historia que, a día de hoy, sigue contándose de mayores a pequeños en una villa portuguesa no muy lejana a Lisboa. La localidad de Arruda dos Vinhos jamás ha hecho ascos a las leyendas y narraciones populares. Sobre todo, si hay una bruja de por medio. Cuentan que en dicho enclave aún habría descendientes de la «Bruxa da Arruda«, una misteriosa mujer que tras tener contacto con el Libro de San Cipriano comenzó a iniciar en las artes oscuras a otras vecinas. Así hasta irse transmitiendo de generación en generación unos conocimientos prohibidos que, según es fama en el lugar, aún son atesorados por ciertas mujeres que saben moverse muy bien entre las sombras. Sin embargo, la brujería en Arruda no empaña el relato muy presente de cierto personaje que habría atemorizado a dicho pueblo portugués. Cuando a alguien se le menciona el recuerdo del «vampiro de Arruda dos Vinhos«, el lugareño más consciente de su acervo inmemorial no puede evitar tragar saliva.

Cuentan en Arruda dos Vinhos que cierto señor, por circunstancias que solo el folklore sabría explicar, fue convertido en «vampiro» por una maldición traicionera. Condena eterna que le mantuvo recorriendo seis lugares de Castilla, desconocidos aunque así lo dice la leyenda, en busca del descanso que se le había negado. Un vampiro de Arruda que encajaría más con el arquetipo del «no muerto» que con el chupasangres que la literatura y el cine han puesto en solfa hasta la saciedad. En cualquier caso, el enigmático individuo estuvo vagando por la Península Ibérica, causando pavor allá donde iba, hasta llegar a la villa portuguesa. En ella encontró su alivio. Una redención en forma de paz duradera que habría conseguido al poner un manto negro sobre su cuerpo redivivo en algún recinto religioso de Arruda dos Vinhos. Desde ese momento, el «vampiro» portugués finalmente estaría descansando para la posteridad, en un espacio sagrado que todavía no se ha sabido ubicar. Quién sabe si, con el tiempo, en alguna austera iglesia de este pueblo luso, no muy dada a grandes titulares, aparece una tumba con un enigmático enterramiento. Si surge con una ennegrecida mortaja sobre los restos, a lo mejor, es que la leyenda no iba mal desencaminada. Todo lo demás ya se puede imaginar.

Referencias recomendadas:

DEL POZO, A. (14 de enero de 2009). «El enigma de los esqueletos clavados». El Norte de Castilla.

«El Castillo del Collado y la necrópolis de San Pedro (Escobedo de Camargo)». (25 de enero de 2019). Arte con Historia Cantabria.

«El sarcófago romano de Granada sigue revelando secretos: así eran los rituales de enterramiento». (7 de agosto de 2019). El Español.

FIDALGO, V. (2020). Pelos caminhos assombrados de Portugal. Porto Salvo: Desassossego.

GUTIÉRREZ CUENCA, E. & HIERRO GÁRATE, J.Á. (14 de abril de 2012). «The (Medieval) Walking Dead (2): mascando piedras». Proyecto Mauranus.

«Iglesia de San Antonio – Lobres». Rincones de Granada.

MARINÉ ISIDRO, M. (2011). Tumba de penitente en San Andrés, Ávila. Junta de Castilla y León, p. 59.

«Necrópolis medieval de San Pedro de Escobedo». Web oficial de Ayuntamiento de Camargo.

RUIZ ESPAÑA, CH. (29 de octubre de 2012). «El último vampiro de Granada». Ideal Granada.

SÁINZ, S. (1991). Estruch.

SAMPIETRO, A. (20 de marzo de 2004). «La aparición de calaveras». Blog de Albert Sampietro.

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